viernes, 27 de mayo de 2016

Camino de vuelta


Fotografía: Miguel Morales

por Beatriz Rey Tilve

Precisamos un camino de vuelta a casa, un camino de reconexión con la naturaleza, un camino que no pase por el discurso, la razón o el cálculo. Tenemos que volver a los sentidos, oler, gustar, sentir, no por hedonismo sino por reverencia, por asombro a la creación. Basta de discursos, se trata de vivir, se trata de hacer.
El hombre, condenado a buscar significados que nunca encuentra, atormentado por la duda de su existencia, sólo puede encontrarse si antes se ha perdido.
De eso trata la Neurosis, de un largo camino a casa y de cómo nos perdimos en el bosque. Para entenderla  debemos renunciar a las explicaciones teóricas o racionales, pues ese es uno de los caminos responsables de nuestro extravío. Por eso apelamos a la intuición, al pensamiento paradójico, a las sensaciones…
Las personas como las plantas, crecen donde pueden, aún entre las rocas; crecen en relación a un contexto, a un ambiente, crecen a veces resistiendo, a veces entregándose, pero siempre confirmando y recreando su mundo. El dolor contrae y el placer expande, es el ritmo natural de la vida. Quien vive con dolor vive contraído, quien vive contraído da el dolor por descontado. Quien construye una fortaleza necesita justificarla y el mundo se llena de invisibles enemigos.

Fotografía: Miguel Morales

Lo malo no es defenderse, sino vivir defendido. Lo malo es no poder seguir la pulsación vital de abrir y cerrar, de abrirnos a la experiencia y cerrarnos cuando sea necesario.
Malo es todo lo que es ‘siempre’ o lo que es ‘nunca’, pues todo lo rígido y repetitivo es símbolo de muerte. La flexibilidad es símbolo de vida.
La neurosis es, pues, una respuesta estereotipada. Es un tiempo congelado, un gesto detenido. Es el ‘como sí’, el como si aún las cosas fueran como fueron. Y ese congelamiento, esa posición, configuran toda una visión, una experiencia y una expectativa del mundo y del sí mismo: una identidad.
Resumen de unas páginas del libro Gestalt, Zen y la inversión de la caída de Alejandro Spangenberg (págs.. 13-21)



viernes, 29 de abril de 2016

Limpieza general


Fotografía: Miguel Morales


por Roberto del Río

Guillermo Brown es el protagonista de una de las colecciones más importantes de la literatura infantil y juvenil del siglo XX. Fue creado por la escritora británica Richmal Crompton (1890-1969). Sus libros se han reeditado una y otra vez y, sin poder precisar las fechas, creo que no ha de faltar mucho para que nuestro personaje cumpla cien años (aunque sus aventuras se extienden hasta la llegada del hombre a la luna). No es propósito de esta entrada hablar de Guillermo, un niño de once años de la Inglaterra rural, ni de sus divertidísimas aventuras en compañía de sus inseparables Pelirrojo, Douglas y Enrique -la banda de “Los Proscritos”-, pero dejo aquí estos datos por si algún lector curioso quisiera indagar sobre este héroe de la ficción infantil, hoy en día convertido en un clásico.


Si menciono a Guillermo es por la limpieza general. Pongámoslo en mayúsculas: Limpieza General. En la Inglaterra campestre de los tiempos de Guillermo era costumbre, al comienzo de la primavera, efectuar una limpieza a fondo en todas las casas. Tal limpieza en una casa unifamiliar, como solían ser las viviendas de la campiña, no se solventaba en unas pocas horas. Guillermo disfrutaba porque la casa se ponía “patas arriba”. Al deshacer el orden habitual para permitir el paso de la escoba aparecían tesoros desconocidos. La nueva posición de los muebles, fuera de su sitio y amontonados, creaban ciudadelas, baluartes, espacios insólitos para que una imaginación infantil desbordante inventase mil juegos. Aunque la subversión pasajera del orden para ensanchar el territorio del niño no entrase en los planes de la limpieza general, Guillermo vivía estas jornadas con emoción e intensidad. Finalmente, tras haber sido sometida a un proceso depurativo no muy diferente de un psicoanálisis, la vivienda renacía purificada, purgada y limpia como la patena.
Unas cosas te llevan a otras. Ordenando unos papeles pronto caí en la cuenta de que no era una, sino veinte, las carpetas que tenía que abrir e inspeccionar. Y no un estante, sino toda la estantería. Y no una estantería, sino… Bueno, que cuanto más removía las cosas más me persuadía de que, lo mismo que en las primaveras de Guillermo Brown, la limpieza que tenía por delante si no era profunda era inútil: lo profundo como premisa de la utilidad. Y por eso comprendí que, a veces, hay que desarmarlo todo para armarlo de nuevo después de haberlo pulido, y no hablo sólo de objetos. Hablo ahora, más bien, de ese tipo de limpieza que te libera de toxinas en el cuerpo y de pensamientos perturbadores en la mente. 
Periódicamente, como en el mundo de Guillermo, hay que acometer una Limpieza General, con mayúsculas, que deje cuerpo y espíritu como la patena, como un bebé recién bañado y libre de mancha y culpa. Escoba, frugalidad, agua y sonrisa, ingredientes para una Limpieza General de primavera cocinada a fuego lento, como las alubias en los potajes y los juegos de Guillermo Brown en una casa patas arriba.
Y a empezar de nuevo desde la tabula rasa, como decían los antiguos. Hasta que ciertas e insistentes costumbres -la de los papeles de alborotarse y la del pensamiento de abrevar en pozas envenenadas- nos obliguen a levantar como cada temporada, cada ciclo, cada primavera, las alfombras.  


Fotografía: Miguel Morales


viernes, 22 de abril de 2016

Retorno a lo pequeño


Fotografía: Miguel Morales

por Roberto del Río

La vida cotidiana te provee de un sinnúmero de temas para comentar. Un simple paseo, una charla de café o la lectura de algún artículo: la fuente de la inspiración brota en los lugares más insospechados. Y a veces, de la inspiración a la reflexión media un milímetro.
¿Existe una psicología de la proximidad? Me he formulado esta pregunta y con estas mismas palabras. ¿La fuente? Un programa de televisión. Uno cualquiera que el azar puso en mis pasos.
Una mujer de la montaña aragonesa, mientras elabora un plato de cocina, desgrana ante las cámaras algunos recuerdos de su infancia. Yo, al otro lado de la pantalla, me pongo a pensar en lo que dice. Surge la inspiración y tras ella la reflexión. Dice la mujer que antiguamente todos en su pueblo cultivaban los campos. Uno de los productos principales de la huerta era el cereal para hacer harina. La harina se horneaba de múltiples formas; y quizá, junto con las patatas, era la base de la alimentación. Pero además con la harina se hacían fideos. Un hombre pasaba una vez al año por el pueblo para fabricarlos. Largos como cintas, los fideos se tendían en cuerdas para secarse. Luego se rompían para reducirlos a fragmentos pequeños y así se almacenaban. 


Foto: Miguel Morales

Ese hombre, un experto en la materia, recorría los pueblos de la comarca; y mientras duraba su trabajo en las casas de los vecinos, se alojaba en ellas.
Como la harina abundaba todas las familias disponían de reservas de fideos para el año. El secado los hacía imperecederos, y constituían un recurso alimenticio barato y nutritivo con el que se cocinaban diversos platos.
En este modelo de autoabastecimiento -de proximidad- todas las exigencias tenían que satisfacerse en el entorno. El excedente de harina dedicado a la fabricación de fideos intemporales, y un señor que se dedicaba a eso -un oficio impensable hoy en día-, dan una idea de lo limitado de los recursos de entonces y de lo ilimitado de la imaginación humana que nos ha hecho progresar como especie.
¿Y qué ocurre hoy en día? Los campos familiares se han ido abandonando, y el labrador que antaño les sacaba rendimiento hoy trabaja en una empresa o una oficina. El trigo que no se cultiva aquí se suple con las remesas del hiperindustrializado cereal de no se sabe dónde, y los fideos que ya no se fabrican se compran -de todas las formas y colores- en el supermercado o, peor, en una gran superficie de las afueras. 


Foto: Miguel Morales

Teniendo los medios para producir, renunciamos a hacerlo para ganar el salario en otro lado y luego pagar por las cosas. ¿Cómo se explica que en una tierra como Galicia la fruta de casa sea invendible, mientras los grandes mercados -el Mercado Central de A Coruña es un ejemplo- se inundan de fruta de Sudáfrica? Esto no es una especulación, si os dais un paseo por ese mercado (hay que madrugar mucho, pues ahí se surten las fruterías o restaurantes para luego vender durante el día) podréis comprobarlo.
He aquí el otro modelo. En vez de la producción local y el mercado de proximidad se opta por la producción intensiva en algún lugar del mundo y por la compra al mejor postor. La tierra es muy agradecida para el autoconsumo, te da de todo. Pero si la explotas con inmensos monocultivos que luego vendes a precio de saldo en otro continente, para terminar comprando aquello que tenías a la puerta de casa, ¿compensa? Es para dudar de las excelencias de la imaginación humana que antes he ensalzado.


Foto: Miguel Morales

Empequeñecer tu mundo para ensanchar tu espíritu: tal es el fundamento -y la consecuencia- de lo que he dado en llamar psicología de la proximidad. Comprar en la tienda de tu calle lo que se produce en los campos cercanos aleja de tu mesa las manzanas transcontinentales, es cierto, pero hace de tu plato un lugar de reunión donde se dan cita la aromática fruta local y las nostalgias olvidadas que tu subconsciente deja salir. Yo lo siento como una experiencia psicoactiva de ensanchamiento del espíritu, aunque cuente con la ayuda de un poco -pero muy poco- de imaginación. Y favorecer la economía local frente a las impersonales grandes corporaciones no es ninguna excentricidad, sino que, al contrario, es -sería- un paso decisivo en nuestra madurez psicológica como especie. 
El retorno a lo pequeño nos conduce a un mundo más humano. O a una humanidad más humanizada, digámoslo así, y a la reinvención de ciertos valores como el trato personal, la ayuda mutua o la empatía. Si algo le urge a nuestra especie es cambiar el sentido de su marcha acelerada hacia la autodestrucción. Y el barrer a ese fantasma del horizonte sólo parece posible si, de una vez por todas, tomamos el control de nuestro destino. 


Foto: Miguel Morales

jueves, 7 de enero de 2016

Una cierta nostalgia


Fotografía: Miguel Morales


por Roberto del Río

Aún está fresca mi memoria. Los comerciantes se afanaban en adornar sus negocios para la navidad. Me parece estar viendo el despliegue de guirnaldas, la espiral de las luces de colores en torno al árbol -como el camino que asciende una montaña- y la estrella en su cúspide. Algunos Papá Noel, del tamaño de una persona, se apostaban en las puertas para darte la bienvenida, como conserjes de un hotel de lujo. Los paquetes se envolvían en papel de regalo, incluso, como yo he visto, tratándose de productos usuales de ferretería o cocina. Y con la memoria aún fresca, sin haberme acostumbrado del todo a esa imagen, el proceso se invierte. Comienza el desmantelamiento. El viaje de las cajas desde los armarios y de los adornos desde las cajas es ahora un viaje de vuelta. Empieza para estos objetos una hibernación de once meses. 

Foto: Miguel Morales
La navidad ha volado. A veces, cuando acaban las fiestas, me parece que todavía están por comenzar. Es como si una parte de mí diese un salto en el tiempo y contemplase la navidad, esta que se ha ido, aún en el futuro: a punto de llegar en vez de recién terminada. No hay engaño posible: es sólo una impresión subjetiva, un juego de la mente sin mayor trascendencia, salvo porque deja un cierto poso de melancolía. 
Demasiada expectación y demasiados preparativos para que todo se volatilice tan de repente, según me da por sentir a mí de vez en cuando. Tras este paso acelerado del tiempo descubro un vacío que, rápidamente, es ocupado por la nostalgia. Una cierta nostalgia. Añoro la vuelta a los preámbulos. Me ilusiono con los encuentros familiares por venir. Tomo impulso para las ingentes sesiones de cocina que me esperan. Todo ha terminado y descubro, junto al sentimiento de echar de menos lo que he vivido en las navidades, el deseo de que éstas acaben por fin; descubro mi cansancio, mis costumbres trastocadas y el presupuesto por los suelos. Y el deseo de consolidarme en el año nuevo y volver a la rutina de todos los días. Es una paradoja, lo sé. ¿Y acaso las experiencias no están pobladas por paradojas?

Fotografía Miguel Morales

Estamos en el viaje de vuelta. Hay que desandar algunos caminos: comer menos, apaciguar el frenesí de las fiestas y relajarnos. Tras las comilonas pasadas, empezar la fase posnavideña con platos hipocalóricos es casi preceptivo. Como último ritual, y en el principio o el fin de esa cierta nostalgia que me ata y me expulsa de la navidad, aún nos queda rebañar las últimas migas de los turrones sobrantes. A por ellos -a por ellas-, y mañana será otro día.