viernes, 29 de abril de 2016

Limpieza general


Fotografía: Miguel Morales


por Roberto del Río

Guillermo Brown es el protagonista de una de las colecciones más importantes de la literatura infantil y juvenil del siglo XX. Fue creado por la escritora británica Richmal Crompton (1890-1969). Sus libros se han reeditado una y otra vez y, sin poder precisar las fechas, creo que no ha de faltar mucho para que nuestro personaje cumpla cien años (aunque sus aventuras se extienden hasta la llegada del hombre a la luna). No es propósito de esta entrada hablar de Guillermo, un niño de once años de la Inglaterra rural, ni de sus divertidísimas aventuras en compañía de sus inseparables Pelirrojo, Douglas y Enrique -la banda de “Los Proscritos”-, pero dejo aquí estos datos por si algún lector curioso quisiera indagar sobre este héroe de la ficción infantil, hoy en día convertido en un clásico.


Si menciono a Guillermo es por la limpieza general. Pongámoslo en mayúsculas: Limpieza General. En la Inglaterra campestre de los tiempos de Guillermo era costumbre, al comienzo de la primavera, efectuar una limpieza a fondo en todas las casas. Tal limpieza en una casa unifamiliar, como solían ser las viviendas de la campiña, no se solventaba en unas pocas horas. Guillermo disfrutaba porque la casa se ponía “patas arriba”. Al deshacer el orden habitual para permitir el paso de la escoba aparecían tesoros desconocidos. La nueva posición de los muebles, fuera de su sitio y amontonados, creaban ciudadelas, baluartes, espacios insólitos para que una imaginación infantil desbordante inventase mil juegos. Aunque la subversión pasajera del orden para ensanchar el territorio del niño no entrase en los planes de la limpieza general, Guillermo vivía estas jornadas con emoción e intensidad. Finalmente, tras haber sido sometida a un proceso depurativo no muy diferente de un psicoanálisis, la vivienda renacía purificada, purgada y limpia como la patena.
Unas cosas te llevan a otras. Ordenando unos papeles pronto caí en la cuenta de que no era una, sino veinte, las carpetas que tenía que abrir e inspeccionar. Y no un estante, sino toda la estantería. Y no una estantería, sino… Bueno, que cuanto más removía las cosas más me persuadía de que, lo mismo que en las primaveras de Guillermo Brown, la limpieza que tenía por delante si no era profunda era inútil: lo profundo como premisa de la utilidad. Y por eso comprendí que, a veces, hay que desarmarlo todo para armarlo de nuevo después de haberlo pulido, y no hablo sólo de objetos. Hablo ahora, más bien, de ese tipo de limpieza que te libera de toxinas en el cuerpo y de pensamientos perturbadores en la mente. 
Periódicamente, como en el mundo de Guillermo, hay que acometer una Limpieza General, con mayúsculas, que deje cuerpo y espíritu como la patena, como un bebé recién bañado y libre de mancha y culpa. Escoba, frugalidad, agua y sonrisa, ingredientes para una Limpieza General de primavera cocinada a fuego lento, como las alubias en los potajes y los juegos de Guillermo Brown en una casa patas arriba.
Y a empezar de nuevo desde la tabula rasa, como decían los antiguos. Hasta que ciertas e insistentes costumbres -la de los papeles de alborotarse y la del pensamiento de abrevar en pozas envenenadas- nos obliguen a levantar como cada temporada, cada ciclo, cada primavera, las alfombras.  


Fotografía: Miguel Morales


viernes, 22 de abril de 2016

Retorno a lo pequeño


Fotografía: Miguel Morales

por Roberto del Río

La vida cotidiana te provee de un sinnúmero de temas para comentar. Un simple paseo, una charla de café o la lectura de algún artículo: la fuente de la inspiración brota en los lugares más insospechados. Y a veces, de la inspiración a la reflexión media un milímetro.
¿Existe una psicología de la proximidad? Me he formulado esta pregunta y con estas mismas palabras. ¿La fuente? Un programa de televisión. Uno cualquiera que el azar puso en mis pasos.
Una mujer de la montaña aragonesa, mientras elabora un plato de cocina, desgrana ante las cámaras algunos recuerdos de su infancia. Yo, al otro lado de la pantalla, me pongo a pensar en lo que dice. Surge la inspiración y tras ella la reflexión. Dice la mujer que antiguamente todos en su pueblo cultivaban los campos. Uno de los productos principales de la huerta era el cereal para hacer harina. La harina se horneaba de múltiples formas; y quizá, junto con las patatas, era la base de la alimentación. Pero además con la harina se hacían fideos. Un hombre pasaba una vez al año por el pueblo para fabricarlos. Largos como cintas, los fideos se tendían en cuerdas para secarse. Luego se rompían para reducirlos a fragmentos pequeños y así se almacenaban. 


Foto: Miguel Morales

Ese hombre, un experto en la materia, recorría los pueblos de la comarca; y mientras duraba su trabajo en las casas de los vecinos, se alojaba en ellas.
Como la harina abundaba todas las familias disponían de reservas de fideos para el año. El secado los hacía imperecederos, y constituían un recurso alimenticio barato y nutritivo con el que se cocinaban diversos platos.
En este modelo de autoabastecimiento -de proximidad- todas las exigencias tenían que satisfacerse en el entorno. El excedente de harina dedicado a la fabricación de fideos intemporales, y un señor que se dedicaba a eso -un oficio impensable hoy en día-, dan una idea de lo limitado de los recursos de entonces y de lo ilimitado de la imaginación humana que nos ha hecho progresar como especie.
¿Y qué ocurre hoy en día? Los campos familiares se han ido abandonando, y el labrador que antaño les sacaba rendimiento hoy trabaja en una empresa o una oficina. El trigo que no se cultiva aquí se suple con las remesas del hiperindustrializado cereal de no se sabe dónde, y los fideos que ya no se fabrican se compran -de todas las formas y colores- en el supermercado o, peor, en una gran superficie de las afueras. 


Foto: Miguel Morales

Teniendo los medios para producir, renunciamos a hacerlo para ganar el salario en otro lado y luego pagar por las cosas. ¿Cómo se explica que en una tierra como Galicia la fruta de casa sea invendible, mientras los grandes mercados -el Mercado Central de A Coruña es un ejemplo- se inundan de fruta de Sudáfrica? Esto no es una especulación, si os dais un paseo por ese mercado (hay que madrugar mucho, pues ahí se surten las fruterías o restaurantes para luego vender durante el día) podréis comprobarlo.
He aquí el otro modelo. En vez de la producción local y el mercado de proximidad se opta por la producción intensiva en algún lugar del mundo y por la compra al mejor postor. La tierra es muy agradecida para el autoconsumo, te da de todo. Pero si la explotas con inmensos monocultivos que luego vendes a precio de saldo en otro continente, para terminar comprando aquello que tenías a la puerta de casa, ¿compensa? Es para dudar de las excelencias de la imaginación humana que antes he ensalzado.


Foto: Miguel Morales

Empequeñecer tu mundo para ensanchar tu espíritu: tal es el fundamento -y la consecuencia- de lo que he dado en llamar psicología de la proximidad. Comprar en la tienda de tu calle lo que se produce en los campos cercanos aleja de tu mesa las manzanas transcontinentales, es cierto, pero hace de tu plato un lugar de reunión donde se dan cita la aromática fruta local y las nostalgias olvidadas que tu subconsciente deja salir. Yo lo siento como una experiencia psicoactiva de ensanchamiento del espíritu, aunque cuente con la ayuda de un poco -pero muy poco- de imaginación. Y favorecer la economía local frente a las impersonales grandes corporaciones no es ninguna excentricidad, sino que, al contrario, es -sería- un paso decisivo en nuestra madurez psicológica como especie. 
El retorno a lo pequeño nos conduce a un mundo más humano. O a una humanidad más humanizada, digámoslo así, y a la reinvención de ciertos valores como el trato personal, la ayuda mutua o la empatía. Si algo le urge a nuestra especie es cambiar el sentido de su marcha acelerada hacia la autodestrucción. Y el barrer a ese fantasma del horizonte sólo parece posible si, de una vez por todas, tomamos el control de nuestro destino. 


Foto: Miguel Morales