viernes, 22 de abril de 2016

Retorno a lo pequeño


Fotografía: Miguel Morales

por Roberto del Río

La vida cotidiana te provee de un sinnúmero de temas para comentar. Un simple paseo, una charla de café o la lectura de algún artículo: la fuente de la inspiración brota en los lugares más insospechados. Y a veces, de la inspiración a la reflexión media un milímetro.
¿Existe una psicología de la proximidad? Me he formulado esta pregunta y con estas mismas palabras. ¿La fuente? Un programa de televisión. Uno cualquiera que el azar puso en mis pasos.
Una mujer de la montaña aragonesa, mientras elabora un plato de cocina, desgrana ante las cámaras algunos recuerdos de su infancia. Yo, al otro lado de la pantalla, me pongo a pensar en lo que dice. Surge la inspiración y tras ella la reflexión. Dice la mujer que antiguamente todos en su pueblo cultivaban los campos. Uno de los productos principales de la huerta era el cereal para hacer harina. La harina se horneaba de múltiples formas; y quizá, junto con las patatas, era la base de la alimentación. Pero además con la harina se hacían fideos. Un hombre pasaba una vez al año por el pueblo para fabricarlos. Largos como cintas, los fideos se tendían en cuerdas para secarse. Luego se rompían para reducirlos a fragmentos pequeños y así se almacenaban. 


Foto: Miguel Morales

Ese hombre, un experto en la materia, recorría los pueblos de la comarca; y mientras duraba su trabajo en las casas de los vecinos, se alojaba en ellas.
Como la harina abundaba todas las familias disponían de reservas de fideos para el año. El secado los hacía imperecederos, y constituían un recurso alimenticio barato y nutritivo con el que se cocinaban diversos platos.
En este modelo de autoabastecimiento -de proximidad- todas las exigencias tenían que satisfacerse en el entorno. El excedente de harina dedicado a la fabricación de fideos intemporales, y un señor que se dedicaba a eso -un oficio impensable hoy en día-, dan una idea de lo limitado de los recursos de entonces y de lo ilimitado de la imaginación humana que nos ha hecho progresar como especie.
¿Y qué ocurre hoy en día? Los campos familiares se han ido abandonando, y el labrador que antaño les sacaba rendimiento hoy trabaja en una empresa o una oficina. El trigo que no se cultiva aquí se suple con las remesas del hiperindustrializado cereal de no se sabe dónde, y los fideos que ya no se fabrican se compran -de todas las formas y colores- en el supermercado o, peor, en una gran superficie de las afueras. 


Foto: Miguel Morales

Teniendo los medios para producir, renunciamos a hacerlo para ganar el salario en otro lado y luego pagar por las cosas. ¿Cómo se explica que en una tierra como Galicia la fruta de casa sea invendible, mientras los grandes mercados -el Mercado Central de A Coruña es un ejemplo- se inundan de fruta de Sudáfrica? Esto no es una especulación, si os dais un paseo por ese mercado (hay que madrugar mucho, pues ahí se surten las fruterías o restaurantes para luego vender durante el día) podréis comprobarlo.
He aquí el otro modelo. En vez de la producción local y el mercado de proximidad se opta por la producción intensiva en algún lugar del mundo y por la compra al mejor postor. La tierra es muy agradecida para el autoconsumo, te da de todo. Pero si la explotas con inmensos monocultivos que luego vendes a precio de saldo en otro continente, para terminar comprando aquello que tenías a la puerta de casa, ¿compensa? Es para dudar de las excelencias de la imaginación humana que antes he ensalzado.


Foto: Miguel Morales

Empequeñecer tu mundo para ensanchar tu espíritu: tal es el fundamento -y la consecuencia- de lo que he dado en llamar psicología de la proximidad. Comprar en la tienda de tu calle lo que se produce en los campos cercanos aleja de tu mesa las manzanas transcontinentales, es cierto, pero hace de tu plato un lugar de reunión donde se dan cita la aromática fruta local y las nostalgias olvidadas que tu subconsciente deja salir. Yo lo siento como una experiencia psicoactiva de ensanchamiento del espíritu, aunque cuente con la ayuda de un poco -pero muy poco- de imaginación. Y favorecer la economía local frente a las impersonales grandes corporaciones no es ninguna excentricidad, sino que, al contrario, es -sería- un paso decisivo en nuestra madurez psicológica como especie. 
El retorno a lo pequeño nos conduce a un mundo más humano. O a una humanidad más humanizada, digámoslo así, y a la reinvención de ciertos valores como el trato personal, la ayuda mutua o la empatía. Si algo le urge a nuestra especie es cambiar el sentido de su marcha acelerada hacia la autodestrucción. Y el barrer a ese fantasma del horizonte sólo parece posible si, de una vez por todas, tomamos el control de nuestro destino. 


Foto: Miguel Morales

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