Fotografía: Miguel Morales |
por Roberto del Río
Una joven paciente a quien su médico le ha recomendado
caminar por razones de peso (sobre todo corporal), se queja de que no tiene con
quien salir de caminata e ir sola no le gusta. En vista de lo cual ha decidido
cambiar las alegres y bulliciosas calles de la ciudad por una butaca que cada
vez se hunde más con su peso. No quiere pasear por las amplias zonas peatonales
porque dice que se siente sola -aun en medio de la efervescencia ciudadana; en
cambio la soledad no le afecta como espectadora incansable de la televisión
desde la butaca hundida.
Hay dos lobos que luchan en nuestro interior. ¿Conocéis esa
historia? Se la contaba un nativo norteamericano a su nieto: <Uno es
violento, vengativo, brutal; en cambio el otro es dulce y bondadoso>. <Y cuál
de los dos vence> -preguntó el niño. <Aquel al que alimentes> -fue
la respuesta del anciano.
Foto; Miguel Morales |
Creo que existen ambos lobos, pero no en solitario. Cada uno
lidera una manada: el violento es jefe de aquellos que encarnan las
frustraciones que no se toleran, las tristezas que nos hunden, las angustias
sin causa y lobos por el estilo. El bondadoso dirige a quienes despliegan en
su carácter el interés por las pequeñas cosas, la creatividad en las
situaciones adversas, la alegría en la sencillez. Ambas manadas pugnan por la
soberanía, pero una pasará hambre mientras la otra se atiborra: ésta vencerá,
pues la hemos alimentado con aliento y comprensión, mientras que a la otra,
ninguneada y famélica, sólo le queda languidecer.
Cierto día se reunieron los dioses del Olimpo -éste es otro
cuento- porque habían hecho al hombre tan perfecto que era casi como sus
creadores. Y no podían consentirlo. Entonces decidieron despojarle de algún atributo
para rebajarlo de categoría: y ése fue la felicidad.
Pero una vez que la felicidad desapareció de la naturaleza humana se presentaba el problema de esconderla. ¿Y dónde? ¿Dónde que estuviera a buen recaudo de la curiosidad y la inteligencia del hombre? Su búsqueda minuciosa podría dar finalmente con escondrijos tan recónditos como el fondo del mar, lo alto de las montañas o las profundidades de la tierra. Y si encontraba la felicidad, el hombre se haría de nuevo con ella para asemejarse a sus dioses.
Pero una vez que la felicidad desapareció de la naturaleza humana se presentaba el problema de esconderla. ¿Y dónde? ¿Dónde que estuviera a buen recaudo de la curiosidad y la inteligencia del hombre? Su búsqueda minuciosa podría dar finalmente con escondrijos tan recónditos como el fondo del mar, lo alto de las montañas o las profundidades de la tierra. Y si encontraba la felicidad, el hombre se haría de nuevo con ella para asemejarse a sus dioses.
Fotografía: Miguel Morales |
-He aquí el escondite -dijo por fin uno de ellos- donde al
hombre nunca se le ocurrirá buscar. No es en ningún punto de la tierra o del
cielo. Escondámosla -dijo, triunfal, con una sonrisa inspirada por el lobo
malo- dentro de él. Ocupado en buscarla fuera, no tendrá tiempo de pensar que
la felicidad anida en su interior; y así nunca la encontrará.
Desde entonces perseguimos la felicidad en la compañía de la
persona que camina con nosotros porque si no nos aburrimos; la perseguimos en
los objetos que podemos comprar más allá de nuestras necesidades mientras alguien, que nos acompaña como antídoto del aburrimiento, nos aplaude sin
condiciones. La perseguimos al otro lado del tabique. Siempre fuera. Por eso nos cuesta tanto encontrarla.
¿Le haremos el juego a los dioses? Repliega tu mirada y observa: la planta que enraíza en la diminuta grieta de la calzada es un prodigio; la maquinaria que mueve ese vehículo de tus pensamientos al que llamamos cuerpo no es un prodigio menor. Y lo mejor de todo es que tú lo vives. ¿No comienza ahí un cosquilleo de felicidad? Eso no te exime, le digo a la paciente, de luchar por tu salud, o por tu libertad, o por tus derechos. O por el amor, o por la vida más allá del amor o por tus sueños o por tus realidades. Pero cuidado con el lobo que alimentas. Cuidado con los caprichos de los dioses.
Foto: Miguel Morales |
¿Le haremos el juego a los dioses? Repliega tu mirada y observa: la planta que enraíza en la diminuta grieta de la calzada es un prodigio; la maquinaria que mueve ese vehículo de tus pensamientos al que llamamos cuerpo no es un prodigio menor. Y lo mejor de todo es que tú lo vives. ¿No comienza ahí un cosquilleo de felicidad? Eso no te exime, le digo a la paciente, de luchar por tu salud, o por tu libertad, o por tus derechos. O por el amor, o por la vida más allá del amor o por tus sueños o por tus realidades. Pero cuidado con el lobo que alimentas. Cuidado con los caprichos de los dioses.
Para pensar, sí señor.
ResponderBorrarGracias por tu comentario, Isabel. Pensemos, sí.
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